Lo que callamos los hombres

Soy psicólogo hace casi 20 años y desde que me gradué, he atendido consulta individual. Desde el 2000 hasta el 2009 de manera ininterrumpida, tuve la oportunidad de recibir en el espacio clínico a hombres y a mujeres que buscaban en la psicoterapia un espacio para conversar, para escuchar y para reflexionar sobre algo que los angustiaba o les molestaba.
Por un encargo administrativo en la universidad en la que trabajaba, detuve la actividad clínica individual entre 2010 y 2013, pero en el 2014 regresé lentamente a ese espacio que añoraba profundamente. Ya son cuatro años de nuevo realizando esta labor que me apasiona y de la que aprendo en cada consulta y con cada consultante.
Algo que me sorprendió de manera muy significativa en mi retorno a la actividad clínica, fue el incremento en el número de hombres que buscaban en la psicoterapia un lugar para expresar lo que les causa malestar, angustia y dolor. Mientras que en el 2009 no tenía más de una quinta parte de hombres en consulta (jóvenes y adultos) hoy puedo decir que corresponden a una tercera parte aproximadamente y esto para mí, es altamente significativo.
Durante muchos años he ido a psicoterapia y aunque no ha sido continuo el proceso, podría decir que he pasado más de un lustro en los consultorios de algunos colegas, intentando entender asuntos de mi historia y buscando poner afuera eso que también a mí me angustia. Posiblemente el hecho de estudiar psicología y de ser psicólogo hace tantos años, sean unas de las razones por las cuales me he acercado a este espacio, pero lo común y lo digo por mis amigos, por mis compañeros y por mis conocidos, es que los hombres no accedan a la psicoterapia.
Mitos y más mitos
“Ir al psicólogo es para locos”, “un verdadero hombre resuelve sus problemas sin ayuda”, “qué pereza ponerse uno sensible con alguien que uno no conoce” y muchas más frases, he escuchado de muchas personas cercanas y no cercanas. Los mitos sobre la asistencia al espacio psicoterapéutico son múltiples y aunque se han ido transformando, aún se mantienen y se transmiten generacionalmente. Por supuesto que también he escuchado a muchas mujeres expresar cosas parecidas, pero lo anterior definitivamente hace mucha más parte del discurso masculino al respecto.
Culturalmente a los hombres nos han enseñado a callar, a aguantar, a no expresar y a “tragar para adentro”. La hombría tiene características de fortaleza y de rigidez y el buscar ayuda y hablar de lo que se siente, parece que pone en tela de juicio la masculinidad y la potencia propia del ser hombres. Mostrar debilidad es de “nenas” y si esto aparece en la vida cotidiana, lo que también se pone en cuestión es la elección sexual.
En los últimos años he recibido muchos hombres de múltiples edades en mi consultorio. Desde adolescentes de 13 años hasta adultos de 70, han optado por conversar en torno a lo que les ocurre y por poner afuera algo que los angustiaba en sus vidas. Para muchos de ellos, es la primera vez que se atreven y se arriesgan a ir a psicoterapia y la extrañeza es lo que prima. Estudiantes de colegio, jóvenes universitarios, adultos jóvenes recién casados, hombres adultos mayores con nietos, algunos con pareja mujer y otros cuya pareja es un hombre, se han sentado a confrontar su propia vida y a preguntarse por la alternativa más sensata para resolver algo que les genera conflicto y frente a lo cual no han podido encontrar una salida.
Independientemente de la razón por la cual acudan a consulta, han tomado una decisión: a pesar de ser hombres y pese a los límites sociales que dicen que “un verdadero macho no busca ayuda”, están sentados en un consultorio psicológico a veces llorando, a veces angustiados, a veces sorprendidos y a veces incómodos y se han permitido abrir su realidad para conversar y para hacerse cargo de eso que los angustia.
Hablar y no callar
Los hombres también sufrimos, los hombres también nos angustiamos y los hombres también necesitamos encontrar quién nos escuche. Tener un hijo y sentir que la vida se nos pone “patas arriba”, querer hacer un cambio laboral significativo y no saber cómo asumirlo, estar enamorado de alguien diferente a la pareja o “sentir un no sé qué en no sé dónde”, son algunas de las razones por las cuales estos hombres que he recibido en consulta se han atrevido a buscar quien los escuche.
Aunque las situaciones que se expresan en un consultorio psicológico normalmente son complejas y difíciles, yo me siento complacido y esperanzado cada vez que un hombre, independientemente de su edad, de su condición social, de su elección sexual o de la labor que desempeñe, se sienta en el sofá y deja de callar eso que siente que ha tenido que guardar durante un tiempo, el cual a veces implica no sólo años sino décadas.
Las mujeres se han hecho cargo desde hace muchas décadas de los asuntos de su realidad más íntima y por eso no es extraño que sean ellas las que acudan con mayor frecuencia a consulta. Desde su pregunta más cercana a lo emocional, a lo familiar y a lo social, lo femenino pareciera sentirse más cómodo en un espacio psicoterapéutico y encuentra allí un lugar seguro y confiable.
Los hombres callamos muchas cosas. Y no hablo necesariamente de secretos inconfesables o de asuntos oscuros que queramos dejar en silencio. Hablo de las emociones, de lo afectivo, de las angustias, de los deseos más profundos y de las cosas que mueven nuestro lugar más íntimo y personal. Por eso encuentro tan significativo el momento cuando un hombre me escribe o me llama para pedir una consulta y cuando a pesar de los mitos, miedos e inquietudes, asiste, conversa, me escucha y se escucha.
Estoy convencido que en una sociedad en donde podamos encontrar lugares para conversar, para hablar, para expresar y para sentir desde nuestro ser profundo, los comportamientos violentos, las alteraciones mentales e incluso la conducta suicida, podrían mitigarse. Hombres y mujeres a pesar de ser diferentes, tenemos algo en común: necesitamos buscar ayuda cuando algo se sale de nuestras manos y podemos hacernos responsables de nuestra propia vida a cualquier edad. Eso puede hacer diferencia no sólo en lo individual sino en lo colectivo y puede redundar en mayor bienestar y en mejores espacios para vivir.
Columna publicada en la edición impresa del Periódico Gente el 11 de octubre de 2018