La historia de Andrés

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Hay una cosa que como psicólogo tengo clara: el día que deje de pensar y de sentir que las personas pueden hacerse cargo de su realidad y mover la misma, tendré que cambiar de actividad profesional.

Aunque en estos veinte años de ejercicio profesional a veces he perdido la fe en eso que de manera genérica llamamos “humanidad”, he tenido la fortuna de recuperarla casi de inmediato bien sea con una conversación con algún consultante, a través de un acto desinteresado que veo en la calle o mediante la interacción con alguna persona en la vida cotidiana.

En medio de tantas noticias difíciles que van desde el asesinato de un niño, hasta el robo de material médico o la estafa telefónica a personas que terminan perdiendo lo poco que tienen, el encontrar personas que desinteresadamente donan su tiempo, que ceden su lugar en el transporte público o que acompañan a alguien que no encuentra una dirección, da un respiro y permite seguir caminando con esperanza.

Los seres humanos tenemos la capacidad de construir los mayores y más profundos actos de bondad, así como de llevar a cabo los más terribles y oscuros comportamientos. Podemos hacer de la vida propia y de otros algo maravilloso y pleno, pero a la vez podemos hacer daño a los demás y a nosotros mismos de las maneras más severas y dañinas.

Más allá de pensarnos como una polaridad terrible, esto da cuenta de nuestras múltiples expresiones y de las infinitas posibilidades que tenemos a lo largo de la existencia. Lo que difícilmente podría decirse de una persona, es que su vida fue plana a lo largo de su historia; posiblemente haya tenido momentos de quietud pero bien sea en el orden del pensamiento, de la emoción o del comportamiento, somos movimiento y somos un caos suficientemente organizado

No somos perfectos

Aún recuerdo la historia de Andrés. Fue un consultante que estuvo hace muchos años en psicoterapia y que llegó a ese espacio porque se sentía en un conflicto interior muy significativo. Toda su vida creció en un entorno muy protegido y con unos principios y valores muy arraigados. Aunque sabía que en todas las personas coexisten el bien y el mal, se había prometido para su propia vida solo ubicarse desde el bien y eso le funcionó, decía él, hasta que entró a la universidad.

Un pequeño incidente desató la crisis de Andrés y lo hizo confrontarse con su realidad completa. Su familia tuvo una importante dificultad financiera y un día que tenía que entregar un trabajo en la universidad el despertador no sonó y tuvo que tomar un taxi para no llegar tarde. Dio un billete de diez mil para pagar la carrera y el taxista le devolvió como si fuera un billete de veinte mil. Aunque él se dio cuenta, en una fracción de segundo pensó que ese dinero era importante para él y que podría utilizarlo para pagarle a un amigo que le había prestado. Se bajó, entregó el trabajo pero a partir de allí entró en un profundo dilema consigo mismo, el cual lo llevó a consulta.

Aunque parezca exagerado, el primer día que Andrés entró al consultorio me dijo que posiblemente yo no habría tenido antes un consultante tan fallido y difícil como él y que si quería, podía decirle que no lo iba a atender más. Su culpa frente a la situación era inmensa y lo hacía sentir desbordado. Cuando escuché su historia, lejos de restarle importancia, lo acompañé a encontrar algo que parecía perdido en su vida: entender que él era una mezcla de muchas cosas, algunas buenas y otras no tanto y que es el balance y en la integración de esas múltiples facetas, las que nos hace humanos.

No somos perfectos y aunque podemos aspirar a tener una vida basada en unos criterios éticos sólidos y claros, somos falibles y el error, la dificultad y la equivocación, también hacen parte de nuestra vida. Es un balance precario pero que más que ser terrible nos permite aprender de la experiencia y tomar posición frente a ciertas situaciones de la vida.

Somos más que nuestros errores

Andrés estuvo algunos meses en psicoterapia. Muchas veces insistió que él debía ser el peor consultante que había pisado mi consultorio y que su falta era irreparable. Poco a poco en medio de la conversación pudo comprender que lo que hizo, aunque no fue adecuado, no bastaba para hacer de él una mala persona. Entender su historia y buscar cómo dejar de atacarse tan intensamente, fueron dos elementos centrales en este proceso.

Aunque al cerrar las sesiones su postura en esencia no se transformó del todo, pudo dejar de censurarse de manera tan severa por un acto que si bien no fue adecuado, era necesario integrarlo en su vida.

No somos en definitiva, ni nuestros errores ni nuestros aciertos, sino que somos la mezcla y el balance entre ambos. Negar uno de ellos es como pretender que nuestra mano carece de torso o de palma; las dos realidades hacen parte necesaria de esa estructura corporal, así como en la vida esos dos opuestos (lo bueno y lo malo) coexisten ineludiblemente.

Por eso no somos casos perdidos, independientemente de los errores que hayamos cometido. Siempre es posible mover la vida y tomar decisiones que permitan que la misma llegue a un balance que haga más favorable y posible nuestra existencia. Aceptar que nos hemos equivocado, intentar reparar aquello que puede ser reparado y buscar alternativas para no reiterar en aquello que afecta nuestra realidad y la realidad de los demás, son caminos que permiten más que volvernos seres buenos, hacernos responsables de nuestra vida.

Estoy convencido que los seres humanos, tanto en lo individual como en lo colectivo, tenemos siempre la posibilidad de mover nuestras vidas y de transformar, así sea un poco, aquello que nos hace sufrir y que causa dolor en el otro. Esa es una capacidad que todas las personas poseemos y así haya algunas a quienes les cueste más, todos podemos decir sin duda, que no somos un caso perdido.

 

  • Columna publicada en la edición impresa del Periódico Gente el 8 de noviembre de 2018

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