Venezolanos

Si se trata de seguir el rastro de las raíces de eso que se llama familia, tendría que —por el lado materno— cruzar el río Táchira pasando el puente Simón Bolívar y adentrarme en los más diversos estados al otro lado de la frontera: en Carabobo, en Aragua, en Zulia, en Mérida…
Venezuela les abrió las puertas a mis tíos cuando dejaron Colombia para buscar suerte. Allá hicieron sus vidas, tuvieron hijos que tuvieron hijos, primos y primos y primos que no conozco, pero que sé, son mi familia. Alguna vez, en un año lejano ya, estuve allí. En la casa del tío Chucho se reunió tanta gente que creí que eran primos hasta un par de vecinos.
La gran mayoría de ellos sigue en Venezuela. Otros decidieron volver por esa senda que nunca se cerró del todo y por la que han pasado los Cardozo desde hace décadas, de aquí para allá, de allá para acá, movidos por el sentimiento o la búsqueda de nuevas oportunidades.
A esos que desandaron el camino de sus padres (o tíos o abuelos) desde Maracay, Valencia o Tovar hasta Medellín o Bogotá, los he visto rebuscar y trabajar como lo hacen (lo hacemos) tantos otros para vivir su vida y solucionar sus necesidades.
Cada que alguien, por cazar incautos o deshacerse de sus responsabilidades —o por pura aporofobia o populismo—, acusa sin razón ni verdad a los venezolanos o los señala como culpables sin juicio alguno, algo me hierve por dentro. Según los datos de Migración Colombia, se deduce que los responsables del 96% de los delitos que se cometen en el país son colombianos, apenas el 4% se adjudican a migrantes y, de ese 4%, el 0,63% a los venezolanos. Apenas nada. Hay que ser mezquino para afirmar lo contrario… Y lo son.