Un instante feliz

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Tengo guardados como valiosos tesoros —porque lo son— mis días felices. Aunque realmente no llegan a ser días enteros, son apenas momentos, pasajes de la jornada: el instante de un viaje, cierta mirada de Cata con el sol en la espalda, mis viejos caminando de la mano por la calle de un pueblo… cosas así, cada quien tendrá los suyos.

Hay uno de esos momentos al que vuelvo con precisa frecuencia: el 17 de julio de 1985, el día en que conocí a mi hermano menor. Manolo nació la noche del 16 de julio. Yo lo vi al día siguiente, en la mañana. Tengo clarísima la imagen en mi memoria. Aunque para ser preciso no lo vi a él, sino a mi mamá subiendo las escaleras de la casa. Vestía una pijama larga, tenía el pelo medio recogido, lucía una sonrisa cansada y llevaba un pequeño paquete en brazos: el nuevo hermanito. Revivirlo es volver a un lugar feliz.

No sé si ustedes tienen hermanos, las estadísticas dirán que quizá sí. Yo tuve dos, ahora me queda uno: Manolo. Hace unos años (muchos ya) aprovechaba el día de su cumpleaños para saltarle encima antes de que despertara y felicitarlo mientras lo llenaba de picos; ahora llevamos meses sin abrazarnos… y con lo que nos gusta abrazarnos.

Me parece un abuso (con quienes me leen), pero necesario (para mí) escribir aquí para celebrar ese momento feliz: su llegada a mi vida, porque desde entonces ha sido amigo, sujeto de burla, dolor de cabeza, rival de juegos, soporte para las angustias, remedio para las tristezas y las ausencias, compañero de risas, motivo de orgullo, defensor de oficio y ese otro montón de cosas que, creo yo, deben ser los hermanos. Hay que ver lo feliz que me hace que cumpla años.

Por Mario Alberto Duque Cardozo
mario.duque43@gmail.com


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