Sobre el alcalde

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Voté por Daniel Quintero. No por ser “hijo del Tricentenario”, ni por su recuento lastimero de carencias, ni por su cacareada independencia (mi amiga Catalina, que lo entrevistó cuando ella era periodista, me hizo un recuento que dejaba en claro que eso era un embeleco). 

Para evitar que ganara aquel a quien consideré un mal mayor, decidí votar por el que evalué como un mal menor. El “menos pior”. 

De los más de 304.000 votos que logró Quintero pocos deben pertenecer a un verdadero quinterismo, si es que tal cosa existe. Hay allí una suma importante de antiuribismo que sorprendió a propios y extraños, una cuota de electores aportados por los cuestionados amigos políticos que lo rodearon agazapados entonces y lo acompañan aún tras bambalinas, y sí, algunos que honestamente le creyeron.

Visto lo visto a estas alturas es absurdo negar que el triunfo de Quintero fue un autogol. La medicina resultó ser una enfermedad tan terrible como aquella que, pensé, habíamos logrado evitar. 

Ahora, no pequemos de inocentes. El actual alcalde no es el primero que miente con desparpajo. Tampoco es cierto que Medellín fuera un lugar idílico y armonioso, un Shangri-La de los Andes, antes del triunfo de Quintero. O de su advenimiento, como parece creerlo él. La inequidad de esta ciudad y el estancamiento en las tareas para reducirla, así como los pasos hacia atrás en la reducción de la pobreza y la desigualdad desde antes de la pandemia son muestra de ello, como lo recoge Medellín Cómo Vamos. 

A esta ciudad que le gusta tanto aparentar las formas y maquillar sus heridas que aún no sanan no le haría mal mirar con otros ojos a sus autoridades e instituciones, revisar sus actos y motivaciones. Es una lástima que sea un tipo taimado quien hable de ello.


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