Silencio

Si hay una huella que advierta sobre la presencia humana en este mundo esa es el ruido. La bulla es nuestra manera de habitar el planeta, de llenar los espacios, de poblar las ciudades. Creced, multiplicaos y aturdíos.
Acérquese a la sección donde venden equipos de sonido de cualquier almacén para que se convenza de que toda música amplificada es bulla.
Pero no se trata de los bajos del bafle bluetooth que estrena tu vecino y que no dejan dormir, sino de aquellos sonidos que, incluso, dificultan escuchar hasta los propios pensamientos: el bus que ruge mientras acelera, la guadaña que segó ayer aquí, hoy allí y mañana allá, la moto que acelera, el compactador del camión de la basura prensando aquello que desechamos, la interminable de la cantinela del vendedor que confía en que el mensaje repetido es su mejor opción para sobrevivir, el indescifrable sonido que parece ser el de una avioneta oculta entre los edificios del barrio en donde vivo, el traqueteo de la pólvora que estalla porque sí y porque no, la hélice del helicóptero vigilante que heredamos del alcalde pasado y que el actual se empeña en seguir usando… Haga usted su propia lista.
Un estudio alemán (Efectos de los estímulos auditivos y su ausencia en la neurogénesis del hipocampo del adulto) encontró que, en ratones, el silencio era más efectivo que cualquier otro estímulo auditivo, Mozart incluido, para la generación de nuevas neuronas.
Se requiere un día completo de silencio para lograr el funcionamiento óptimo del cerebro, dice el neurobiólogo Leo Chalupa, pero preferimos que haya algo sonando. “Poné musiquita”, dice cualquiera en una finca, para ahogar el trinar de los pájaros —o los gritos de las guacharacas—. La próxima vez que alguien me lo pida le daré play a 4´33”, de John Cage.