Silenciar

silenciar

Sé cómo suenan un oboe y un fagot porque escuché Pedro y el lobo, la obra de Prokofiev. Caminito alegre, uno de los programas de educación a distancia que hacían parte de la programación televisiva cuando apenas había un par de canales, usaba un fragmento de El cascanueces, de Tchaikovsky. Si fuera posible incluir sonidos en las letras seguro que lo reconocerían. Seguirá siendo Chéjov un referente sobre cómo escribir cuentos. Pero…Vade retro, Rasputín.

El condenable avance de la infantería, los tanques y la aviación rusa sobre Ucrania ha tenido decenas de reacciones alrededor del mundo. Una de esas tantas es inútil y absurda: cancelar lo ruso. Está lo risible: una heladería en Córdoba, Argentina, que deja de ofrecer crema rusa. Y está lo peligroso: en la Universidad de Bicocca, en Milán, a alguien le parece buena idea cancelar un curso sobre Dostoyevski. La crema rusa sigue sin venderse. La universidad, luego de las críticas, se desdijo.

Aún así, el Teatro Royal & Derngate de Northampton canceló la gira del Ballet Estatal Ruso de Siberia y la Royal Opera House, de Londres, decidió que este año la temporada del Bolshói no se presentará allí.

Escribir que la primera víctima en toda guerra es la verdad es una perogrullada a estas alturas. Dejar de admirar los cuadros de Kandinsky o renegar de la obra de Tolstoi para castigar a Putin es, cuando menos, una tontería. Cuando más, una idea peligrosa que sirve para ganar aplausos. Porque eso de cancelar el arte es un camino que ya hemos transitado antes y que deberíamos recordar hacia dónde conduce.


Compartir