Ser profe

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Mi papá llegó tarde a la docencia, pero me gusta pensar que la docencia lo esperó pacientemente, porque sabía que era ahí donde él tenía que estar.

Tendría yo 14 o 15 años cuando me contó que iba a ser profesor: le habían dado un par de horas de cátedra. El anuncio, además, ponía fin a una larga temporada cesante. Me alegré por él y se lo dije. Recuerdo un brillo en sus ojos que igual pudieron haber sido lágrimas: mi papá siempre tuvo la emoción en los lagrimales, como yo.

Se sentó en la mesa del comedor a preparar su primera clase. Anotó en una agenda los temas que abordaría con sus alumnos. Le contó luego a mi mamá que en 45 minutos había despachado lo que esperaba decir en hora y media.

Se aprendió el nombre de cada uno de sus alumnos. Les hablaba de la vida cuando ellos creían que habían matriculado una clase de Química o Laboratorio de Física. Hubo quienes lo quisieron, debe de haber quienes no. Sé que fue feliz siendo docente.

El reciente Día del Maestro me hizo pensar en esa faceta de mi papá. Eso y que yo, con un par de años menos que él cuando empezó a dictar clases, me estrené hace poco como profe. Logré aprenderme los nombres de mis alumnos. Creo haberles hablado de la vida cuando ellos esperaban solo una clase de Periodismo Narrativo. Espero haberlo hecho siquiera la mitad de bien de como lo hacía mi papá.


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