Ser paisa

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¿Qué es ser paisa? Hay un relato común: pujanza, verraquera y otros adjetivos grandilocuentes. Nací en Medellín, pero con el tiempo aprendí que ese canto lleno de elogios es un poema exagerado.

Soy paisa, pero no ejerzo. Tampoco es que sea un tipo desarraigado. Somos de allí donde crecimos, de las calles que anduvimos, de los atardeceres que cazamos y las noches que nos tocaron.

Recuerdo haber cantado el himno con emoción, y sentir que la bandera blanca y verde era de verdad importante. Y después, crac. El mundo se hizo más grande que el terruño, aquel lugar que esconde aquello que no les gusta, que lo niega. Y poco a poco vas viendo que tras el ornato está el problema.

Hace tiempo que los símbolos, que algunos consideran sacros, son para mí parafernalia. No me dice nada aquella bandera (ni otras: “Vale más cualquier quimera que un trozo de tela triste”, canta Drexler) y aunque tarareo el poema de Epifanio Mejía convertido en himno y me deslumbran algunos de sus versos, no me ofende lo que pase con ellos.

Descreo de avispados y verracos que gritan a los cuatro vientos su paisanidad. Lamento el atavismo que nos rige, metidos entre estas montañas que son paisaje que se extraña y encierro que se sufre. Me molesta que seamos un pueblo que esconde sus fantasmas en lugar de enfrentarlos y que maquilla lo que le parece feo (o lo implosiona).

Me indignan sus energúmenos de carriel, sombrero y poncho llenos de antioqueñidad que ofrecen plomo, amenazan con pelas, rasgan banderas y excluyen con ese orgullo patriotero. Me entristece su pacatería.

Sé, con la fe ciega del carbonero —porque no tengo más que intuiciones, porque he visto destellos—, que podemos ser mejores. Lo que no sé es el cómo ni el cuándo.


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