Salvar

Se acaba 2020, el año que no fue. El año para demostrar que podíamos ser mejores, pero no lo logramos. Cuando se habla de la humanidad, soy pesimista. Las buenas noticias del progreso, que las hay, no han logrado que me inscriba en el pinkerismo. Los mejores promedios estadísticos siguen dejando por fuera y en las peores condiciones a millones de personas.
La pandemia nos ha vuelto a dejar en evidencia. Porque no es nuevo que lo hayamos hecho mal como sociedad, no son nuevas la inequidad, ni los populismos en alza, ni la radicalización política. El SARS-CoV-2 solo profundizó todo.
Ni más generosos, ni más responsables, ni más sensatos. Por lo menos el 90 % de las personas en 67 países de bajos ingresos no podrá vacunarse pronto contra el covid-19 porque las naciones ricas aseguraron más de lo que necesitan y los desarrolladores no compartirán la propiedad intelectual del medicamento, advirtió hace poco una alianza que incluye a organismos como Amnistía Internacional, Frontline AIDS, Global Justice Now y Oxfam.
Canadá, por ejemplo, reservó dosis suficientes para vacunar a cada ciudadano cinco veces. Estamos todos en el mismo mar, pero no navegamos todos en el mismo barco.
Creamos un mundo salvajemente desigual, donde los mezquinos intereses financieros de unos pocos empeñan el futuro de la mayoría. No puede seguir siendo la desigualdad una consecuencia inevitable de eso que se llama progreso, ni podemos seguir llamando progreso al espejismo de la acumulación obscena de riquezas sin ningún tipo de distribución.
Me dirán que hay ejemplos que demuestran que sí se puede. Lo sé, son esperanzadores, pero pocos. Me parece evidente que en este naufragio en cámara lenta que vivimos como especie ni las mujeres ni los niños van primero, esto es un sálvese quien pueda. Ojalá fuera un salvémonos, que podemos.