Rutina

La alarma es siempre puntual y nosotros no hemos perdido la costumbre de obedecerle. Desayunamos en el comedor y no en la pieza, como antes. Y no sé bien por qué cambiamos esa pequeña parte de la rutina.
Comemos frente a frente, Cata le da la espalda al balcón, yo puedo mirar hacia afuera. Veo cada mañana a una pareja sentada en la mesa que tiene en su propio balcón, al otro lado de la calle. Los imagino mayores, pero no sabría calcular su edad y la miopía no me ayuda en la tarea. Toman tinto, leen la prensa, resuelven crucigramas o sudokus. Les envidio un poco la calma con que parece pasarles a ellos el tiempo. En las tardes se encierran y corren las cortinas. Quizá porque les da el poniente.
Lavo la loza para que no se acumule. Olvido, de nuevo, regar las matas. No me decido todavía a guardar lo que queda del mercado. Lleva días esperando a ser desinfectado y tal vez el virus, si es que aún está allí, ya no tenga la capacidad de contagiarnos de nada. Pero ahí siguen las cosas sin guardar.
Reviso las redes y cazo lo que para mí son tesoros: animales sueltos por por las calles solitarias, microhistorias que me sorprenden, noticias ridículas, reportajes que ya me leeré después. Me paseo por los periódicos, hago tinto para mí solo porque Cata no toma. Aprendí, con los días, a medir correctamente las cantidades exactas (o por lo menos suficientes) de café y de panela para que no sea demasiado amargo ni empalagosamente dulce.
Dejamos la radio encendida, como telón de fondo y la apagamos cuando notamos que lleva horas sonando sin que ninguno de los dos les preste mucha atención a quienes hablan ni a lo que dicen. Me entero que pronto abrirán los centros comerciales, aquellos monstruos que señaló Saramago donde no pasa nada, pero adonde todos vamos. No se me antoja ir a ninguno.
He declarado a Zoom, Team y Meet enemigos de la charla intrascendente.
Trabajamos. Almorzamos. Trabajamos. Descubrí que Cata hace temblar la mesa y aún no logro acostumbrarme a ello. He vuelto a leer con algo de juicio. Sigo sin escribir tanto como quisiera. Hago videollamadas para hablar con los míos como si viviera al otro lado del mundo y no a siete kilómetros de distancia. No me he reinventado. No me interesa ni sabría cómo hacerlo. De todas maneras quizá no tenga tiempo ya de hacerlo en esta cuarentena, que parece estar cerca de acabarse. Tal vez en la próxima.