Réquiem por un barrio que ya no existe

Empiezo por explicarme porque lo creo importante, aunque tal vez innecesario. No creo que el pasado sea mejor, a duras penas, todo tiempo pasado fue anterior y no le alcanza para nada más. Sin embargo, soy un nostálgico. Y las celebraciones por el paso de los años no sirven más que para hacer memoria.
Leí en alguna parte que celebramos en múltiplos de cinco porque tenemos cinco dedos en las manos. Por un capricho de la naturaleza festejamos los 25 y no los 27. Y por eso ando aquí, echando mano a los recuerdos.
Crecí en un barrio de esos que ya no existen. O que yo, por lo menos, no he vuelto a encontrar.
Tenía la calle destapada en mis primeros años y ya era consciente de que el mundo era el mundo —aunque aún era niño— cuando instalaron más luminarias en mi calle arruinando para siempre la posibilidad de ver estrellas en el cielo.
Un par de vecinos tenían carro y apenas circulaba uno que otro automóvil por la cuadra y juro que lo hacía solo para detener el partido definitivo —todos los eran en aquellos años— que se jugaba sobre el asfalto.
Sabía los nombres de quienes habitaban las casas que rodeaban la mía, aunque ahora no los recuerde a todos. Pero sé que aprendí canciones que jamás iba a escuchar en mi casa andando en el carro de doña Gabriela, que vivía enfrente y nos transportó siempre al colegio y que me abrazó fuerte y lloró conmigo el día en que nos volvimos a ver tras la muerte de mi hermano. No podía ser de otra manera en una calle donde los adultos sabían dónde vivían los niños y los habían visto crecer. También es cierto que había vecinos interesados más de la cuenta en la vida de los vecinos.
Ese barrio ya había empezado a desdibujarse en 1997, cuando empezaron a imprimirse las páginas de Gente. Ese y todos. Cuando nos creímos el cuento que el progreso era que todos compráramos carro, no quedó espacio en las calles para jugar a nada.
Hoy vivo en otro barrio, uno de esos donde nos amontonamos en torres, unos encima de otros y no nos vemos nunca. O casi nunca, que no es lo mismo, pero es igual, parafraseando a Silvio Rodríguez. Y a falta de nombres, tenemos números. Cata y yo somos los del 1402.
Hay un parque cerca. Tiene juegos para niños, pero lo visitan más los perros que los infantes. Y los sábados hay allí uno de esos mercados campesinos. Apenas si pasa nada.
Tengo identificadas las rutinas de algunos de mis vecinos del edificio del frente, porque vivir así nos saca algo del espíritu voyerista. Sé dónde hay perros y dónde gatos. Sé quién cuida sus matas y quien las deja sedientas en su balcón. Sé quién trapea más de tres veces al día. Sé los días en que cortan a punta de guadaña —que bien podría ser el sonido de la modernidad— las zonas verdes de aquí y de allá. Y puedo firmar ante notario que las piscinas son el lujo más subutilizado de cuantos nos hayamos inventado, pozos helados que solo convocan a niños tercos que aún son capaces de renunciar al internet o la TV para zambullirse hasta que los labios se les pongan morados. Yo conozco uno así.
Hay una tienda y una farmacia, pero no conozco al tendero ni al farmaceuta. No estoy haciendo un réquiem por el barrio que ya no existe, apenas la constatación de que vivir allí tuvo su encanto.