Protestar

No sé bien qué pasa aquí con la protesta. O bueno sí sé, que está mal vista. Pero no entiendo el porqué. Es como si señalar aquello que está mal fuera una especie de insulto o agresión. Como si gritar que el emperador está desnudo no fuera un deber, sino un problema.
Da lo mismo si alzás la voz porque en el banco nos dejan parados horas con una sola caja abierta o si salís a la calle para defender que este país le haya puesto fin a una de sus tantas guerras.
Aquí se espera, además, que la protesta —porque se protesta, pese a todo— sea los domingos en la mañana, sin bajarse de la acera y si es en silencio, mejor. Aséptica, que no estorbe, que no moleste, que no se note. ¡Qué tontería!
Se les olvida, quizá, que protestar es un derecho y que es la herramienta de los pueblos para lograr cambios, acabar imperios, sacar dictadores, conquistar mejores condiciones laborales, mejorar la calidad de vida, reclamar lo negado.
Hay que importunar. Lo hicieron Ghandi, Martin Luther King, Walesa, Mandela, las Madres de la Plaza de Mayo, los niños de Europa hace un par de semanas, los estudiantes de ahora y los de antes, los venezolanos, los indígenas colombianos… Se protesta para pedir educación, salud, trabajo, para sentar posiciones, para denunciar lo injusto, para cambiar el orden de las cosas, que no siempre es el correcto, así no no hayamos dado cuenta aún.
Para acabar con la protesta basta estigmatizarla, decir que está infiltrada, que es de unos pocos contra muchos. Quejarse de quienes protestan es sencillo, también, deciles mamertos, por ejemplo, tachalos de guerrilleros. Ah, pero disfrutar de los logros alcanzados por ellos es más fácil aún, como respirar, ni te das cuenta de que lo hacés.