Pertenecer

Hay un poema de José Manuel Arango —Hay gentes que llegan pisando duro, se llama— que le gusta mucho a mi amigo Andrés. Fue él quien me lo enseñó, incluso. El asunto es que tengo el poema rondándome por estos días en que ando esperando la respuesta de un correo que nunca llega, porque me va pareciendo que mi destinatario silencioso es de esos o se siente uno de esos, de los que llegan pisando duro. Es destinatario ahora, pero antes fue remitente. La respuesta que espero es la de mi propia contestación a un correo electrónico suyo en el que me acusaba de pertenecer a alguien, no sé a quién, pero que pertenezco. Para ser exactos me dijo que me escucha, me lee o me ve y, por tanto, sabe quién soy, lo que defiendo y a quién pertenezco, cuando el único documento que poseo que podría asimilarse como carné de afiliación a algo es la cédula de ciudadanía. Y si le pertenezco a alguien, es a Cata. Supongo que no ha leído mi respuesta, pues no me ha respondido. Tampoco es que sea una obligación. Allá cada quien a cuáles de sus cartas da acuse de recibo. Allá cada quien con sus silencios. El asunto de fondo, o por lo menos así me lo parece, es esa rara necesidad de reseñar al otro, identificarlo y ponerlo en algún lado para definirlo: usted allá y yo acá, en el que caemos fácil. Yo mismo lo acabo de hacer. “Olvidamos que somos los demás de los demás”, canta Alberto Cortez. Y tampoco sería tan grave si esos “sabemos quién sos” no sonaran siempre amenazantes; si no fuera porque esas definiciones a priori, esa inscripción gratuita en “ismos” particulares, no hubieran sido, a veces, la cuota inicial de miles de sepulcros.
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