Perdónenme que insista

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Perdónenme que insista, pero es que esto de andar matándonos tiene que parar algún día y qué importa que no lo vea venir todavía, que siga ahí como esa línea que el barco nunca alcanza. Por algún lado hay que empezar, me digo, pero leo que nos proponen unirnos en cooperativas y armarnos. En serio, eso nos proponen; para protegernos, nos dicen.

Si la vida es una suma de causas y azares, dónde empieza a tejerse la mala fortuna, qué decisiones toma un hombre que lo llevan a quedar en el camino de un proyectil. Tengo una idea fija, inamovible: toda bala es perdida, no importa quién la dispare.

Me asombra —porque lo he visto y seguro que ustedes también— la macabra alegría cuando los modernos Wyatt Earp de Medellín que se sienten en un callejón de Tombstone, “aciertan” en el cuerpo del ladrón. Un reciente tiroteo (iba a decir el último, pero ya los hechos dejaron claro que no lo fue) dejó dos muertos. La ciudad solo pareció lamentar uno.

No se confundan. Esperen antes de insultarme. No estoy defendiendo al fletero, estoy abogando por la vida. Las cosas son lo que son, nunca lo que pudieron haber sido, pero… ¿Y si solo hubiera habido un arma allí?

Déjenme insistir en otro asunto: no le temo a Medellín, pese a sus ladrones, a su índice de homicidios al alza, a su contaminación que la tiñe de gris. Le temo es a la ansiedad de algunos por borrar los recuerdos de una violencia que cree pasada cuando aún son visibles los rastros de pólvora. Me asusta la mala memoria que nos hace tropezar desde hace años con la misma piedra. Me espanta saber que hay quienes creen que estar armados es una buena idea.


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