Perder

perder

Sé lo que es perder. Lo sabemos todos, acaso. He perdido tiempo, oportunidades, un par de amigos, elecciones (casi todas en las que he participado, que no son muchas), partidos (formé en un equipo de fútbol que nunca conoció la victoria), un par de gafas, una incontable cantidad de lapiceros, palabras que creía ideales…

De niño perdí una billetera con una incipiente colección de billetes; fue mientras sacaba a pasear el perro. Alguna vez dejé, sobre un teléfono público, un voltímetro que debía llevar a casa; en mi defensa: ya era sabida mi propensión al olvido. Extravié, hace años, un tiquete de bus de Madrid a Lisboa; lo creía a buen resguardo, pero cuando llegó el momento de abordar no apareció y pagué con resignación (y haciendo cuentas) un nuevo boleto.

Hay todo tipo de pérdidas: unas dan risa, otras se olvidan porque carecen de importancia, otras que sabes van a ocurrir, y sin embargo, duelen. Pero me dan vueltas en la cabeza, sobre todo, las que nunca imaginé, las que no vi venir y descubrí luego, con asombro, que no tienen solución. Me pasó con un libro: lo presté con una candidez que se me hace insoportable.

Pienso en Max Aub, en su colección de confesiones en Crímenes ejemplares. “¡Me negó que le hubiera prestado aquel cuarto tomo…! Y el hueco en la hilera, como un nicho…”.

Luego leo una noticia, un bálsamo: en un pueblo irlandés, 82 años después de haber sido prestada, la novela The White Owl, de Annie MP Smithson, fue devuelta a la biblioteca. Hay lectores que se toman las cosas con calma, pero que tienen clara su deuda.

Puede ser, entonces, que algún día vuelva a ver aquel libro de Fontanarrosa que tanto echo en falta y que ya no editan más. Ojalá.


Compartir