Pequeñas cosas

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Llevo 22 días en casa. Los suficientes para crear un nuevo hábito o abandonar alguno viejo, dicen. No he hecho ninguna de esas dos cosas, no he tenido tiempo para ello.

No he leído tanto como quisiera ni escrito tanto como debería. Vi completa la temporada de una serie a la cual le sobran capítulos desde hace rato y dejé abandonadas un par de películas. He luchado con internet y descubrí en qué lugares de la casa la señal es inexistente. Dejé de ver los noticieros de televisión y las alocuciones presidenciales.  

Sé, en cambio, la hora de la mañana en que la sombra de un pequeño árbol que tengo en el balcón se proyecta en el panel japonés. Encontré 13 estrellas que estaban escondidas —o perdidas u olvidadas— entre la alfombra de la biblioteca. Descubrí que en esta casa, aunque no hay animales de verdad, tenemos más cosas de gatos que de perros. Más libros de gatos, más adornos con gatos. 

Noté que las hojas del guayacán que germinó hace unas semanas parecen aburridas y no sé si es es suficiente razón para angustiarse.

Cata y yo no no hacemos planes para cada día, actuamos mirando cómo pasar de un aburrimiento a otro y a veces fallamos, porque logramos divertirnos. Oganizamos los clóset, esculcamos entre agendas y cuadernos viejos, botamos cosas, conservamos otras. Recuperé notas que no recordaba haber escrito y que no sé si valió la pena haberlas encontrado. 

Le doy un repaso a la biblioteca antes de empezar la tarea de organizarla como plan del día y encontré los libros que me prestó mi amigo Hugo y que creía perdidos. Pensar en devolvérselos es, como todo un poco, encontrar razones para esperar con calma que se acaben estos días raros y vuelvan los días de los encuentros.

Aunque ya escogí la siguiente lectura para el encierro, abrí al azar una página del El simétrico milagro de Ramón Eder y encontré una frase que me hubiera servido para la columna pasada, pero eso no impide citarla ahora: “Procurar no hacer daño a los demás no te hace bueno, pero impide que seas un miserable”.


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