Optimismo ocasional

Me gusta la gente que veo por la calle, esa que le da cierta alegría, así ellos no sepan que lo hacen. En la glorieta de Don Quijote me sorprendía, de vez en vez, una bailarina desconectada del mundo. Radio en la cintura y audífonos para abstraerse mientras seguía el ritmo de la música con pasos seguros. Hace días que no la veo.
Hay una esquina en Belén Las Playas donde todas las mañanas está puntual, como dicen que son los ingleses y los trenes alemanes, un hombre entrado en años, de pelo y bigote blancos y largos. Con Cata discutimos a quién se nos parece. Ella dice que a Aureliano Buendía. Yo, que a Rosalino Pacheco. Si algún día no lo vemos, sabemos que somos nosotros los que estamos fuera del ciclo. Incluso, vemos más a Aureliano/Rosalino que a esa vecina que conocimos en embarazo y no volvimos a saber de ella hasta que apareció en el ascensor acompañada de una niña de siete años. El álgebra de la vida moderna, cantan Fito y Sabina. A propósito, si alguien lo conoce, saludes al Coronel.
En El Rodeo, donde se cruzan la carrera 70, la avenida 80 y la calle 1, un par de mellizos que venden chicles y mentas arman una algarabía (¡qué lindas esas palabras que nos dejaron los árabes! ¿no?). Lo que parece una pelea, un “cójanlo, cójanlo” es, en verdad, una catarata de euforia: gritan apodos, saludos y buenos deseos mientras, desde los carros, les responden con pulgares extendidos, pitazos o sonrisas.
No todo puede andar mal, me digo. Busco en Spotify Arriba la vida y me parecen bien las razones que me da Alberto Cortez para, algunas veces, dejar que gane el optimismo.