Nostalgia

No sé bien qué forma tiene la nostalgia. O cómo viene envuelta, mejor. Hace unos días publiqué una foto con un par de carnés y una tarjeta débito de un banco que ya no existe más. Las tenía guardadas —las tengo, mejor— en una billetera que es, también, una especie de reliquia.
Me sorprendió que hubiera tantas reacciones antes esos pedazos de plástico. Me sorprende aún que los siga guardando, tal vez como parte del relato de un mundo que me contaré —o recordaré con Cata— de vez en vez, cuando en las jornadas de orden vuelva a despegar el velcro de esa billetera.
Lo pienso además, lo del empaque de la nostalgia, porque hace poco terminamos con mi mamá y Manolo de espulgar el último bastión de recuerdos escondidos del esposo y el padre que ya no está: cajas y cajas amontonadas en el zarzo de la casa, repletas de pequeños tesoros, algunos recuerdos maravillosos y un montón de tonterías. Estaban allí, por ejemplo, sus diplomas de bachiller e ingeniero químico, las cartas de los restaurantes donde les celebramos cada aniversario de casados y que no sé en qué momento se convirtió en tradición firmarlas y guardarlas, manualidades del Libro Gordo de Petete que nunca hicimos, recortes de los primeros artículos que escribí cuando fui un pichón de reportero.
Cada que abría una nueva caja les decía lo mismo a mi hermano y mi mamá, mientras les pasaba el paquete: ¿¡Para qué guardaba esto mi papá!?
Pero es mientras escribo esto se me ocurre una respuesta: lo dejó todo allí, bien envuelto, protegido del polvo y del paso del tiempo, para que al abrirlos nos contáramos un cuento de lo que fuimos y somos, lloráramos un poquito y, sobre todo, moviéramos los 17 músculos que se necesitan para sonreír.