Mil y un versiones

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Me sé una historia. O creo que me la sé. Nos la sabemos unos pocos, realmente. O eso creemos. Mi amiga Sonia me pregunta a veces por ella, para confirmar sus certezas.

—¿Cierto que usted sabe qué fue lo que pasó?

Y respondo que sí, pero no digo nada más.

Callaba, antes, porque era una historia delicada (lo sigue siendo, quizá), de esas con cartas oficiales, cesiones de servicios y tenga usted una buena vida, pero en otro lugar de trabajo.

Callo ahora porque no sé si lo que sé es lo que realmente pasó, porque al final, lo que supe fue el cuento que alguien más me contó. He olvidado detalles, también, que no por ser menores significa que sean insignificantes.

Tengo, sin embargo, otra razón de peso para no abrir la boca: la gente inventó una versión mejorada, increíblemente más interesante, que la verídica. Me siento incapaz de echar por el piso todo ese esfuerzo colectivo de crear un relato lleno de matices e intrigas como el que ahora existe.

Cuando me preguntan por ella —y se me hace asombroso porque son raros los secretos que logran permanecer así, secretos, durante tanto tiempo— devuelvo siempre el interrogante y surgen las mil y un versiones de los hechos. A veces se cambia el lugar, otra veces se suman protagonistas, en otras hay más dolor y en algunas más gracia. Unas son increíblemente truculentas. Todas tiene algo de verdad.

Yo ni confirmo ni desmiento, ya no puedo hacerlo, no me siento capaz. Es como si después de oír cantar a Joe Cocker With a little help from my friends fuera a darle play a la versión que canta Ringo Starr, por muy original que esta sea. A veces es es mejor el cómo lo cuentan que el cómo pasó.


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