Meapilas

meapilas

El español tiene una palabra para todo. O para casi todo. Meapilas, por ejemplo, que en el diccionario precisa de un vocablo para definirla: santurrón. Esos personajes que están siempre cazando pecadores, buscando demonios donde no los hay. Atentos siempre a encender piras donde ver arder aquello que les molesta. Censores de la moral. Hipócritas con camándula.

A estos personajes se les puede encontrar en cualquier lugar del mundo entero. Cuenta Christopher Hitchens que cuando Samuel Johnson (1709-1784) publicó finalmente su diccionario Usos costumbres y definiciones que conforman la lengua inglesa —en el cual había trabajado casi una década—, una delegación de respetables ciudadanos lo visitó para felicitarlo por no haber incluido en él términos indecentes o malsonantes. Johnson agradeció y les dijo que lo alegraba que los hubieran buscado. 

Pero es que Antioquia es terreno fértil para los meapilas. El episodio con la figura del diablo del Carnaval de Riosucio y los alumbrados navideños nos ha vuelto a dejar en evidencia. 

Estas montañas que nos rodean son paisaje que se extraña cuando estás lejos, pero encierro que agobia cuando estás dentro. Sirvieron de defensa cuando se libraron las guerras de otros siglos y de talanquera para las nuevas ideas que aquí llegaron lentas y a cuentagotas. 

Esta orografía nos hizo expertos en mirarnos el ombligo y creer que allí está todo lo que hay por ver. Quizá por eso hay quienes, a estas alturas, le temen y se indignan con una figura hecha de papel metálico y luces led, incapaces de reconocer allí la ancestral tradición de la también rezandera (pero carnavalesca) Riosucio. 

Me divierte en todo caso que en esta tierra —donde se alaba al pícaro y festejamos el dinero sin importar su pecaminoso origen— se persigan los cuernos y el rabo, olvidando que el diablo está en los detalles.


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