Material para el olvido

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Entre los cientos de temas sobre los que aún no sé bien qué pensar están las estatuas. O su derrumbe, mejor. Eso de ir tras ellas, como cazadores de presas inmóviles, para bajar el bronce del mármol y abollarlo contra el pavimento. 

Entiendo el porqué, incluso podría decir que lo comparto, pero no me convence el cómo. Tampoco sé, mirando hacia atrás en el tiempo, hasta dónde debe ir esa cacería, a quiénes debe incluir y a quienes, acaso, perdonar. 

Entiendo la rabia de esas hordas ajustadoras de cuentas con el pasado que han derribado estatuas aquí y allá. Pero sigo pensando que destruirlas es darle material al olvido, como ponerle a una calle el nombre de cualquiera. 

El escritor y crítico literario Jorge Carrión propuso bajarlas y ponerlas al lado del pedestal, para que quede claro lo que ahora sabemos: que no hay gloria alguna en aquello que hacía que a ciertas personas se les esculpieran esculturas o se fundieran en bronce su figuras.

No sirve de nada ignorarlas, como hizo Guillermo Tell ante al sombrero de los Habsburgo. Podríamos pintarrajarlas para burlarnos de ellas y poner en ridículo aquello que antes se consideró una hazaña.

Aunque quizá sería mejor y más refrescante para la memoria dejarlas allí, pero poner junto a la placa existente —esa que habla del mérito a su obra— una que deje claro aquello otro que también hizo. 

Así, por ejemplo, bajo la estatua de Sebastián Moyano y Cabrera (también llamado de Belalcázar) derribada por los misak, se pudiera leer “fundador de Cali y Popayán”, pero también “ladrón, violador, asesino y genocida”, para hacer corta la lista de sus logros menos publicitados, porque no se trata de borrar lo que nos pasó, sino de subvertir el orden que hemos creado.


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