Llamar desde la calle

Leí hace poco una oda a los teléfonos públicos. Su presencia en el cine, en la literatura, en la música, su paulatina desaparición.
Entre mi oficina y el sitio donde parqueo hay uno. Nunca he visto a nadie usándolo. Ya para qué, supongo. Yo mismo no recuerdo ya cuando llamé de uno de ellos por última vez. Tal vez fue cuando olvidé, en el que estaba en la entrada sur de la estación Exposiciones, un voltímetro que me habían encargado llevar a casa. Era el último año del siglo XX.
En Medellín aún hay 6.666, o eso leí por ahí. No veo ninguno desde el balcón ni desde las ventanas de mi casa.
Cuando empecé a salir solo, mi mamá me empacó un manojo de monedas —quizá de un peso, de Bolívar; quizá de cinco, de Policarpa— y me hizo repetir el número que fue de mi casa durante 20 años, lo recuerdo: 281 06 76. Eran principios de los 90, una época aciaga durante la cual era buena idea reportarse sano y salvo de vez en vez.
Había, en el ejercicio de llamar desde la calle, algo de intimidad. No hubo aquí esas cabinas que le servían a Clark Kent para vestirse la capa, ni las icónicas londinenses, pero quien esperaba conservaba la distancia, aunque sé de peleas por llamadas exageradamente largas que colmaban la paciencia de alguien en la fila.
No conocí a nadie que no metiera la mano en la caja de las devoluciones al colgar, pese a que eran escasas las veces que la máquina devolvía alguna moneda. Supe lo que era tener una urgencia y encontrar el teléfono malo, sin tono, muerto y encoger los hombros porque la urgencia, qué más da, tendría que esperar. Eran otros tiempos, no mejores, diferentes.