Leer para viajar

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Me topé hace poco con el rinoceronte de Durero, una xilografía de 1515. Era un regalo (el animal, no la obra) del rey de Portugal Manuel I para el papa León X. Parece ser que a los monarcas portugueses les gustaba regalar mamíferos enormes: Saramago tiene una novela sobre el viaje de un elefante, de Lisboa a Viena, presente del rey Juan III al archiduque de Austria.

Durero nunca vio al rinoceronte realmente, que para aquel entonces, caído el imperio romano, aparecía solo en los bestiarios. Se lo describieron y algún desconocido realizó un boceto que le sirvió para crear su propia versión del animal, que es maravillosa.

Recordé, entonces, que Hergé, el autor de Tintín, sin salir de Bélgica, recreó los más asombrosos paisajes para que su personaje se moviera por el mundo: de las sabanas africanas en el problemático Tintín en el Congo a las nieves perpetuas de los Andes en El templo del Sol, entre muchos otros. Las revistas de la National Geographic fueron sus aliadas.

Y terminé pensando en mi papá, que conoció el mundo leyendo. Recuerdo que, cuando tuve la oportunidad de vivir fuera, le contaba las ciudades visitaba y él me preguntaba por una calle particularmente famosa que ignoré yo que estuve allí. O me explicaba, con detalle, la historia detrás de un cuadro que yo vi colgado en un museo.

Dicen que dijo Cervantes que el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho. Mi viejo, que no anduvo tanto como quiso, pero leyó todo cuanto se le antojó, lo confirma.


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