Leer las paredes

Hubo un tiempo en que se podían leer las paredes. Desde aquel icónico “que nos gobiernen las putas ya que sus hijos no pudieron” hasta declaraciones de amor, inspiradas peticiones de perdón o haikus a favor de la lucha social. Ya no.
“Ese maldito orgullo…”, leo en la latonería de un bus, el resto de la frase se ha difuminado. En los espaldares de las sillas hay firmas ininteligibles, igual en las calles. Muy coloridas, sí, pero vacías. ¡Qué desperdicio de marcadores y aerosol!
Pienso en Brian, el mesías de los Monty Python, con su plana antiimperialista en aquella muralla de Jerusalén: Romani ite domum. Yankees go home, escribían por estos lados.
Las paredes son la imprenta de los pueblos, dijo Rodolfo Walsh, el periodista asesinado por el gobierno de Videla. Nos mean y los diarios dicen que llueve, leyó en una pared porteña Eduardo Galeano. Stop making stupid people famous, reclamó algún angloparlante y lo escribió en un muro.
Voy por la calle. Me encuentro con un ojo triangular en paredes, postes, señales de tránsito. Veo escudos de equipos de fútbol, el rostro de Pablo Escobar, machotes y garabatos. Leo mensajes religiosos, apocalípticos: ¡Arrepiéntete, el fin está cerca!
Quizá es que no encontramos los sujetos, los verbos, los adjetivos necesarios. Quizá olvidamos cómo usarlos. Para escribir el Quijote, Cervantes necesitó 23.000 palabras diferentes; hoy nos bastan 5.000 para entendernos, decía un estudioso. ¡Ay, somos trasgos trashumantes en trapisonda y tremolina!
O tal vez es que no tenemos nada que decir. Fue un golpe maestro dejarnos sin sed, canta Vetusta Morla. Y eso puede ser peor, que ni siquiera recordemos que tenemos las paredes como notarias de lo que anhelamos, perdimos o nos quitaron, porque ya no sabemos qué anhelamos, qué perdimos, qué nos quitaron.