Lamentar

Primero de cine, después de poesía. Llevo dos semanas huyendo de esta columna. Voy y me releo y no sé si me gusta el rumbo que a veces toma este espacio, pero es que tampoco me gustan ciertas cosas de este país que nos tocó en suerte; y lo digo para quejarme solo de lo nuestro, que ya con eso tenemos suficiente.
Porque vivir en este país es paliar, con gestas deportivas, las tragedias nacionales. Pero esos triunfos resultan ser solo un sucedáneo de la alegría. Porque aquí, dios y patria parecen ser un grito de batalla; porque aquí el presidente corre a disfrazarse de Policía para decirles a los miembros de una institución que ha llegado a cotas de abuso policial que no se veían hace años —desde el estatuto de seguridad de Turbay Ayala, quizá—, que se siente orgullo de su trabajo, del de ellos, pese a las evidencias y las denuncias, a los disparos y los muertos, en lugar de aceptar que es hora de revisar el manzano entero y no solo apartar algunos de sus frutos.
Porque ahí está otra vez, creciendo como un virus contagioso, el discurso del enemigo interno, para deslegitimar la indignación y la rabia ciudadana que son reales y palpables. Porque ahí están los mismos de siempre, de nuevo, con el viejo dogma que no requiere pruebas, bombardeándonos con el mensaje del miedo que tan buen resultado les ha dado en las urnas. Porque en este rincón del mundo donde sobran tristezas, golpes y balas, ahora también podemos temerle a la electrocución.
Porque Colombia no ha dejado de ser una geografía de la barbarie que les sirve a unos pocos para quedarse en el poder, fungiendo en ocasiones con la displicencia de María Antonieta y, en otras, con la indolencia de Nerón.