La misma carita flacuchenta

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—¡Mirá, mirá, mirá! ¡Flora, vení, mirá! ¡Flora!

Los gritos de Gloria la sacaron del sueño. Era uno lindo y la enojó haberlo perdido.

—¡Floraaaa!

—Ya voy, ahí voy —respondió mientras se levantaba de la cama. Había pasado mala noche pese a todo, otra vez, y se le había hecho tarde, lo sabía por la intensidad de los de rayos del sol que se colaban por los huecos de la colcha que usaba de cortina. 

—¡Flora, rápido, vení rápido! 

El grito ya le sonó a angustia, a peligro. ¿Se cayó? ¿Se metió un ladrón? ¿Se le vino encima el escaparate? Gloria ya no estaba en edad para andar jodiendo con ese escaparate, se dijo… ni ella tampoco. Bajó corriendo las escaleras sin pasamanos, todavía en concreto, cuidando no caerse. Esta semana, pensó, tendría que ir a comprar las baldosas, a ver si terminaban otro pedazo de la casa. Encontró a Gloria sentada en la mesa, con la mirada fija en las hojas del periódico. La alivió verla bien. La enojó verla bien.

—¡Vení, vení, vení! Mirá esto —la apremió.

—¿Me sacaste de la cama a gritos pa’ mirar la prensa. ¡no jodás! !Casi me matás de un susto!

—Qué vengás —. La orden sonó casi como un ruego. Tenía el dedo índice sobre la página, le temblaba el labio, tenía los ojos llenos de asombro. Flora volvió a angustiarse. 

Caminó hacia ella. Cuando se acercó pudo leer el título, “Los rostros del Universal” y, luego, “La Fiscalía tiene identificadas a 130 víctimas que están enterradas en este cementerio”. Vio un montón de caritas, foto documento, que llenaban un par de páginas del diario. El dedo de Gloria estaba puesto sobre una de las imágenes.

—¿Héctor? —le preguntó casi en un susurro, sintiendo un frío en el pecho, sin atreverse a mirar el artículo. Sintió como nunca ese vacío que ajustaba ya 17 años. Gloria negó con la mirada. 

—¿El… el Lucho? —se lamentó Flora, con los ojos inundados, pero sin dejar escapar las lágrimas, mientras que, para Gloria, oír aquel nombre le desanudó los lacrimales. Flora dio los últimos dos pasos que la distanciaban de la mesa, dejó que el dedo de Gloria le guiara la mirada y ahí estaba: Luis Fernando Úsuga, Lucho, con la misma carita flacuchenta, las mismas colas, el mismo bigote escaso que tenía la última vez que lo vio, hace 24 años, cuando antes de salir de la casa pidió que le guardaran el almuerzo para cuando volviera.

—¿De dónde lo sacaste? —preguntó Gloria, con un hilo de voz.

—Me lo trajo don Heriberto. Me dijo: “Mire doña Glorita, que ahí hay algo que le interesa”, y se fue. Le pasé los ojos dos veces, porque yo también estaba buscando a Héctor. Ya lo iba a tirar cuando lo vi al Lucho.

Flora acariciaba la foto con la yema de los dedos, todavía de pie, llorando en calma. 

—¡Ay, mamá! Tanto que lo buscamos, tanto que lo esperamos en la Tierra y ya te lo habrás encontrado vos en el cielo.

—Tanto que te esperamos, Luchito, tanto que te buscamos —repitió Gloria, como una triste oración de bienvenida. —¿Y ahora, qué hacemos? —quiso saber, enjugándose las lágrimas con la manga de la camisa. 

Flora pasó la mirada por las otras fotos, rostros jóvenes casi todos, hombres casi todos… ciento treinta a la espera de ser encontrados, reconocidos, como ellas ahora, lo habían encontrado a Lucho.

—Habrá que ir a la Fiscalía a ver qué nos dicen o qué hay que hacer para que nos lo entreguen y para enterrarlo con mamá… —le contestó sin levantar los ojos del periódico. Cuando alzó la vista vio a Gloria caminar hacia la cocina. —¿Pa’ dónde vas? —le preguntó.

Gloria no se giró para responder. 

—A sacarle agua a los fríjoles ¿no ves que ya hay que servir un plato menos?


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