Estuvo bien

estuvo-bien

Vivo en un piso catorce. Cuando tiembla me aferro a aquello en lo que creo: la sismorresistencia. 

Abracémonos que nos vamos a morir, me dijo Cata —que les teme a los temblores tanto como temen los galos de la aldea de Astérix que el cielo les caiga encima— durante el más reciente sacudón, que hizo crujir no sé bien qué de la casa y tumbó algunos de los juguetes que tenemos en la biblioteca. 

Alguna otra noche en que nos despertó el vaivén del edificio, me hizo dos preguntas: ¿está temblando? y ¿qué hacemos? Sí y nada, le contesté. ¡Para qué correr escaleras abajo si lo que dura el temblor no nos dará tiempo de salir a la calle! Mejor abrazarse. 

Hay cierto fatalismo que me habita. Aquel “nunca es lo que pudo haber sido” que canta Fito Cabrales o el “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, de Serrat, que me permite estar en calma mientras la Tierra se sacude o cuando las turbulencias acaban con lo que era un vuelo tranquilo. 

No me parece mal ir por el mundo sabiendo que hay icebergs acechando cada transatlántico que intenta cruzar el océano o que los aviones, pese a todo lo seguro que son y que volar es menos riesgoso que un viaje por carretera, se pueden caer. Y no estoy pensando en el lugar común de aprovechar el presente, vivir el hoy; nada de carpe diem, que procrastinar es también un modo de vida, sino en qué mal que el fin del mundo (del mío, del tuyo, del particular de cada uno) te agarre corriendo como un loco o gritando y no en un abrazo amoroso o con la serenidad de, cuando llegue el momento, poder decirse: quizá pudo ser mejor, sí; pero estuvo bien.


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