Esperar

Caí, como muchos otros (como todos los columnistas, acaso), en El infinito en un junco, el libro de Irene Vallejo. Una de esas caídas que valen la pena. Llegué tarde, claro. Suelo ir siempre a la retaguardia de las novedades, cualesquiera que estas sean.
Una parte de la historia me quedó dando vueltas: la antiquísima costumbre de apoderarnos de los libros ajenos. Cuenta Irene que Ptolomeo III pidió en préstamo a la biblioteca de Atenas las versiones oficiales de las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Hubo cruce de dinero y maldiciones preventivas para que los textos regresaran a sus correspondientes espacios.
El tercer Ptolomeo prefirió perder el dinero que devolver los rollos de papiro. Es obvio que las maldiciones no sirvieron. Y eso que hay unas terribles para quienes se quedan con los ejemplares ajenos: “…que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa…”, dice alguna de tantas.
¿Dónde andarán aquellos míos que nunca volvieron o que no lo han hecho aún? ¿Qué suerte habrán corrido? Entiendo al que se los queda: yo mismo he sido ese alguna vez. Sé de uno que, aquel a quien se lo presté, lo perdió a su vez. Me pareció toda una afrenta.
Tengo en mi biblioteca libros que no son míos y que asumo como la excusa para futuros encuentros. Presto libros con la emoción que da compartir aquello que me gustó tanto, pero con la incertidumbre de saber si volverán algún día al espacio que sigue esperándolos.