Ensordecer

ensordecer

Lo dije en otra columna: como especie estamos en el mundo para hacer bulla. Ensordece a tu prójimo, tal vez, podría ser un mandamiento apócrifo. 

Me gusta la definición que ofrece Ambrose Bierce sobre el ruido: “Olor nauseabundo en el oído. Música no domesticada. Principal producto y testimonio probatorio de la civilización”.

Las ciudades son ruidosas: el carro, el bus, la moto, los pitos, la obra pública o privada, las guadañas que evitan que el jardín se convierta en rastrojo, la máquina que sopla las hojas caídas de los árboles… Y aquí, en la ruidosa Medellín del rebusque y la subsistencia,  hay que sumarle a todo esto el perifoneo. Cuando el covid nos encerró, el trinar de los pájaros fue sorpresa.

No son quejas de viejo, aunque podrían. Desde 2011 la Organización Mundial de la Salud lo viene advirtiendo: la contaminación auditiva es una plaga de la modernidad y está asociada con aumentos de la presión arterial y otros problemas cardíacos. 

Porque además le sumamos estridencia. Como el dinosaurio de Monterroso, el bafle bluetooth sigue ahí. La riña es permanente —sal de aquí, que llegué con mi música— entre bares, restaurantes, vecinos, gente en la playa o en el campo o en la manga o sus sucedáneos dentro de los centros comerciales; o en un vagón del metro o en un bus… Parece que ni siquiera perseguimos la posibilidad de estar en silencio. O de desear estarlo, por lo menos. A lo mejor nos falta capacidad para imaginarlo.


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