Encriptar

Olvidé una contraseña. Una de tantas. No era la que creí que era. No era la que uso aquí ni la que uso allá, porque me cansé de crear y recordar claves diferentes. ¿En qué momento se convirtió la vida en no poder olvidar combinaciones alfanuméricas, con mayúsculas o símbolos?
Porque puestos en la tarea obligatoria de recordar, prefería que nos pudiéramos concentrar en otros asuntos: el fragmento de un poema, una cita de un libro, una tarde, una escena de una película, el gesto de alguien, un aroma…
¿Qué sentido tiene haber recorrido este camino de millones de años, desde aprender a caminar erguido a descubrir las letras e interpretarlas para llegar a este momento donde la vida se nos va en recordar contraseñas, revisar notificaciones y responder mensajes?
Me dirán que hay aplicaciones que te ayudan a que nunca se pierdan las claves, o que ahí está la huella digital o el reconocimiento facial, o que ya vendrá la popularización del lector de retina, o que está a la vuelta de la esquina la telepatía de las máquinas…
Pero déjenme ahondar en mi punto: esa necesidad de andar por la vida con todo bajo llave, escondido, temiendo a no sé qué, frágiles a punto de ser expuestos o creer que podemos estar expuestos. Y entonces nos aterra perder la llave de esos candados.
¿Y si lo perdemos qué? A lo mejor no pasa nada. O tal vez haya gente por ahí, con espacio en la memoria para recitar luego un par de versos.