Empezar el día

Hay días que se llevan fáciles. Te despertás con energía, no hay tráfico en la calle, el tinto de la oficina está particularmente bueno, te cancelan una reunión innecesaria, te encontrás plata en un bolsillo, le encontrás ritmo al libro de Roberto Arlt.
También hay viernes que pintan maravillosos hasta que te das cuenta, a eso de las 10:00 de la mañana, de que es miércoles.
Pero a otros les gusta complicarse, sin importar el día, y desde temprano. Manejo en esta ciudad de tráfico caótico y cuando insulto (porque lo hago, claro) lo hago sin bajar la ventanilla, un pensamiento en voz alta, más bien, mezcla de susto y asombro. Y es que transitar por la 80 es un reto a la paciencia.
Sé de choques múltiples a la hora en que, todavía, hay que circular con las luces encendidas. He visto gente gritarse, de un carro a otro, antes de que empiece el pico y placa. He sido testigo de motociclistas luchando contra buses a toda velocidad. Sé de gente presta para el insulto antes del alba. He oído pitazos madrugadores tan largos como un solo de guitarra de David Gilmour.
Siempre pienso en el resto de la jornada de esos fulanos. Ha de ser harto eso de madrugar a chocarse, a pelear con el mal parqueado, a encolerizarse con los demás. Debe ser agotador luchar para colarse en la fila de carros todos los días y arrastrar los insultos que eso conlleva, sabiendo que, de todas maneras, ya se tiene un lugar reservado en algún círculo del infierno.
“No me molesta una cantidad razonable de problemas”, le dice Sam Spade a Kasper Gutman, mientras intentan hacerse con el Halcón Maltés. Estoy de acuerdo, pero prefiero dejarlos para más tarde… y que sean cosas importantes.