El arte de robar

Murió René Alphonse van den Berghe o Erik el Belga, mejor. Tenía 81 años. Uno de esos personajes reales que parecen sacados de la ficción. Fue militar en el Congo esclavizado y empobrecido por los propios belgas, especialista en arte sacro europeo, pintor con algo de talento, anticuario de maneras caballerosas, hombre socarrón y cínico, pero sobre todo, ladrón. Pero no uno cualquiera, lo suyo eran los tesoros de iglesias y monasterios. Dicen que asestó más de 600 golpes.
“He salvado miles de obras de arte que se estaban pudriendo (…). He dado a conocer el patrimonio español en toda Europa”, se defendió en su autobiografía Por amor al arte, su colección de recuerdos seleccionados (no puede ser de otra manera un libro de memorias).
Se hizo famoso en España, donde saqueó pequeñas iglesias de ciudades que se han ido quedando sin habitantes: Paredes de Nava o Huarte-Araquil, sacando del olvido las obras robadas y los propios pueblos. Si las Tablas de Berruguete estuvieron expuestas alguna vez en las salas del Museo del Prado fue porque Erik el Belga las robó de la iglesia de Santa Eulalia, de Paredes de Nava, adonde puede ir a verlas (cuando la pandemia deje) quien quiera conocerlas.
A veces el robo hace parte de la propia obra. La Mona Lisa no sería lo que es si Vincenzo Peruggia, en 1913, no hubiera decidido hurtarla. Las reproducciones hechas para que se supiera cuál y cómo era la pintura robada le dieron reconocimiento.
O como el retrato de Francis Bacon, pintado por Lucian Freud, rodeado de misterio tras haber desaparecido durante una retrospectiva en Berlín y quizá por eso mismo más recordado. A veces el propio el robo es la obra de arte, que puede fungir como crítica. Otras, se unen artista y ladrón en uno solo, Damien Hirst lo puede confirmar.