Distraerse

Supongo que nos pasa a un montón de personas, por no decir que a todos, porque eso de creer que entre siete mil millones hay algo acaso exclusivo es, como mínimo, una ingenuidad.
Hablo de intentar retener la concentración, de halarla para acabar lo que hay que acabar o, por lo menos, para empezar a hacer lo que hay que hacer. Pero no hay manera. Y se va el tiempo siguiendo las formas de las fisuras en la pared o rebuscando en la memoria cuál es el libro que hace falta en el espacio vacío que acabas de notar en la biblioteca.
Entonces te levantas del puesto (o de la cama o del sofá o de dónde quiera que estés) para ver si logras encontrar de nuevo el hilo seguro de la rutina andando por la casa, pero solo logras descubrir que al miami —o potos o epipremnum aureum, llámenlo como prefieran—, le ha vuelto el maldito pulgón blanco y te quedas pensando si es mejor limpiarlo de nuevo o cortarlo cerca del tallo y esperar si rebrota limpio y sano. O no rebrota y te olvidas de una vez por todas de él. Y luego vas y abres la nevera para volver a cerrarla sin sacar nada de ella, porque no estabas necesitando nada de allí.
Y entonces vuelves a sentarte y organizas el escritorio, porque a lo mejor el problema es que hay mucha cosa en tu puesto de trabajo (¿para qué carajos tengo esto aquí?, te preguntarás y pasarás un rato con ese “esto” en las manos, evaluando si dejarlo ahí o guardarlo en algún lado?), pero tampoco era eso. Y de repente se habrá ido la luz del Sol y pensarás si, en la suma de días vividos, este en particular no debería contar un poco menos.
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