Discriminar

Hay que oír —o leer— lo que dicen —o lo que escriben— y hay que verlos quedarse como si nada. Porque no le ven problema a lo que dijeron, porque les parece que así es la cosa, porque están convencidos de que tienen razón.
Y hay que ver quiénes lo dicen. La periodista con los micrófonos abiertos en una de las mesas de trabajo de las emisoras de la mañana, los influencers con miles de seguidores, la cantante que disfruta la polémica… Hay más, claro. Incluso pocos son muchos.
Luego se justifican, claro. Algunos se desdicen, otros borran trinos, otros se indignan cuando se les reclama. ¿Racista, yo? Pero si tengo amigos negros (afrocolombianos, puede ser que digan, porque quizá les parezca que decirles negros está mal).
¡Ay de esta Colombia incapaz de reconocerse como es, racista y clasista, imposibilitada para entender la carga de esos comentarios que pretenden ser graciosos! ¡Pobre de esta Colombia donde hay quién los encuentra risibles y los celebra y los replica!
Aquí, donde nos inventamos la palabra igualado para decirle a alguien que no tiene la plata suficiente para lo que aspira a ser. Aquí, donde hay quien cree que no hay racismo porque se abolió la esclavitud. Aquí, donde creen que solo es racismo el apartheid, pero donde el color de la piel, cuando es oscuro, cierra más puertas de las que abre.
¡Ay, que atacan mi libertad de expresión! se quejan luego! Pero se les olvida que tolerar la intolerancia no es posible. Que lo entiendan de una vez por todas.