Cronometrar

cronometrar

Y si resulta que el asunto no es, simplemente, una sensación de adultos. Que no se trata de que abramos y cerremos los ojos y hayan pasado ya siete meses y unos días más. Que no es solo que, en un par de semanas, los almacenes empezarán a colgar los disfraces, y aún con las máscaras exhibidas, aparecerán los pinos falsos de la navidad, obligando a noviembre, de nuevo, a ser ese mes casi invisible. 

Y si resulta que esto de sentir que el día apenas dura lo justo y no lo que debería —o lo que duraba cuando éramos niños— no es una percepción de la adultez sino un aceleramiento del universo.

Lo digo porque la Tierra el pasado 29 de junio completó su rutinario giro sobre sí misma 1,59 milisegundos más rápido que de costumbre. No utilizó, pues, todos los 86.400 segundos que le toma su rotación. Fue el día más corto en el planeta desde los años 60, cuando se empezó a cronometrar cada jornada con la ayuda de relojes atómicos. Luego, el 26 de julio casi alcanza el récord, de nuevo: le sobraron 1,50 milisegundos. 

Estoy exagerando, claro, porque al final sigue siendo la rutina la que nos acorta los días; y la suma de los años es la que parece acelerar el tiempo que gastamos en hacer nada —que es a veces tan necesario— o siempre lo mismo —que es tan triste, sí, pero tan tranquilizador—. 

En fin, tan bueno para esa gente que vive sin importarle la hora. 


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