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Colombia es un país de números tristes. Un conteo infinito de amarguras. Un reguero de cifras abominables. Una sumatoria de tragedias. Y hay quienes no las ven y quienes las niegan con cinismo.

Y entonces salen y dicen que no fueron seis mil cuatrocientos dos las personas asesinadas por el ejército para hacerlas pasar como guerrilleros muertos en combate —¡cuáles falsos, cuáles positivos!— como lo reveló la Jurisdicción Especial para la Paz, sino que apenas fueron poco más de dos mil, como si eso hiciera que el delito fuera distinto y el horror menor.

¡Que cuál escombrera! ¡Que cuál fosa común! o algo así dijo en las emisoras aquel que gobernaba aquí, en este país violento desde siempre, cuando esa práctica de engañar inocentes y fusilarlos a cambio de premios se convirtió en una sombra aún más oscura que las otras que nos oscurecen el camino. ¡Que me los muestren!, insinuó.

Y no estaría mal que pudiéramos hacerlo. Minar la tierra hasta encontrarlos, como en aquella Elegía que escribió Miguel Hernández, y filar las osamentas desde donde mirarán cuencas sin ojos para seguir con el conteo de nuestras desgracias, que no terminan nunca.

Porque la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos confirma que aquí la sangre no deja de derramarse y que, solo en 2020, se cometieron en el país 76 masacres con 292 personas asesinadas. La cifra más alta de estos hechos desde 2014. O porque 2020 fue el año con más asesinatos de líderes sociales desde la firma del Acuerdo de Paz (182, según la Defensoría del Pueblo) y 2021 no parece que vaya a dar tregua.

Los que quieran negarlo podrán hacerlo, si los deja su conciencia; y repetirse “no fueron a recoger café”, si se los permite su empatía. Pero no podrán esconderlo.


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