Citar

Me acompaña por estos días un libro que me regaló mi papá sin venir nada a cuento, porque sí, como deben de ser los regalos. “Tenga, para usted”, me dijo, estirando la mano para alcanzármelo. Es una colección de aforismos de Lichtenberg.
La publicación, un clásico de bolsillo de la editorial argentina Longseller, me ha servido por estos días para responder a unos y a otros. “Concede a tu mente el hábito de la duda y a tu corazón el de la tolerancia”, leo y me repito como mantra.
“Nada contribuye más a la paz del alma que carecer en absoluto de opinión”. Y mi intranquilidad no puede más que darle la razón al profesor de la Universidad de Gotinga. ¡Esa felicidad que brindan la ignorancia y la indiferencia, y que debe tener asignado un espacio en el infierno de Dante!
Encuentro otro: “Es absolutamente esencial dudar de cosas a las que actualmente se da crédito sin mayor examen”. Y se me ocurre que no estaría mal replicar el mensaje en todas las aulas y ponerlo harto visible en las salas de redacción.
Pero es a este aforismo al que quiero llegar (o a un fragmento de este, mejor): “Hay algo en lo que no creo desde el año 1764: que se pueda convencer a los adversarios con argumentos escritos”.
Y me paso de aquí a un texto del poeta mexicano Jaime Sabines: “No quiero convencer a nadie de nada. Tratar de convencer a otra persona es indecoroso, es atentar contra su libertad de pensar o creer o de hacer lo que le dé la gana. Yo quiero sólo enseñar, dar a conocer, mostrar, no demostrar”.
Allá cada quien con sus justificaciones, pero ahí están la sangre y los nombres, sobre todo los nombres. El que quiera entender, que entienda.