Caminar

Echémosle la culpa a cualquier cosa. A la cuarentena, al teletrabajo que le siguió, a esa necedad de ir en carro a todos lados, a esta ciudad de lomas sin andenes, enemiga de los peatones… cualquiera de ellas, una sola o todas a la vez. El caso es que hacía mucho no caminaba con frecuencia por la calle.
No es que ahora camine mucho. Apenas hago un recorrido de ida y vuelta que me toma veinte minutos, de lunes a viernes, para recoger a Daniel en el colegio. Es el mismo camino cada día. A veces cambio de acera, pero prefiero andar por el lado que tiene sombra.
Llevo poco en esa rutina, pero ya sé cuáles son las mangas del barrio donde se pudren al sol los excrementos de sus mascotas. Sé dónde están las trampas para caminantes, los baldosines sueltos, los escalones en la acera que hacen trastabillar a los transeúntes. Y recordé que los conductores no saben para qué son las rayas blancas pintadas en el piso y que estas le dan prelación al caminante.
Sé dónde recoger ramas caídas para hacerlas sonar en los barrotes que encierran los edificios, brindando esa falsa sensación de seguridad que insistimos en creernos.
Volví a toparme con gente que se descoloca si uno les sonríe y con los que te devuelven la sonrisa, con gente que camina como si siempre tuviera afán y otros como si no lo tuvieran nunca. Habría que ser, quizá, como uno de ellos, me digo.