Callejear

La calle es un sitio extraño en este país, tan dado a volverlo todo privado, a anhelar lo propio y envidiar lo ajeno. Aquí, donde los vecinos están convencidos de que el andén y el asfalto frente a sus casas les pertenece. Aquí, digo, la calle, que es de todos, suele ser de nadie.
Pero hubo un cambio. Desde hace un par de años, a la sombra de lo que ocurría en otros países y de procesos propios, la calle se convirtió en un sitio para la protesta, un lugar donde alzar la voz, arengar, lucir carteles y pancartas, cantar y, si me dejan halar del hilo, plasmar en las paredes las opiniones no siempre halagüeñas sobre personas e instituciones. Del viejo “Que nos gobiernen las putas, ya que sus hijos no pudieron” de paso por el “Nos mean y la prensa dice que llueve” hasta las burlas y las mentiras que se pasean en cada marcha, coladas en canciones y grafitis.
Las de esta semana no fueron la excepción. En ese pulso a favor y en contra quedó claro que la calle convoca masivamente para quejarse, porque para las loas están las procesiones.
Pero lo que mejor me parece de todo esto es que esa parte de la población que siempre vio con malos ojos que la protesta y a los protestantes, esté hoy en la calle; que aquellos que desconocían el derecho a la protesta, hoy lo ejerzan, incluso con sus desmanes y desvaríos. ¡Bien por ellos!