Cajones

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Me gusta ir a la casa de mi mamá. La que fue mi casa —que aún lo es—, en el mismo barrio de siempre, sobre la misma calle antes solitaria y ahora difícil de cruzar.
La última vez que fui me puse a hurgar en los cajones que ahora son solo suyos, pero que antes eran de ella y de mi papá. Lo solía hacer con frecuencia cuando era niño: esculcar con cierta alegría curiosa.
Los abrí pues. Todos. Sigue siendo duro el tercero del tocador, el que está más a la izquierda, como lo fue siempre. Ahora alcanzo, sin necesidad de un banquito, el inestable del clóset.
No buscaba nada en particular, andaba revolcando mi nostalgia más que queriendo encontrar algo nuevo. En el fondo, siempre he sabido lo que hay allí: objetos que fueron pequeños griales en mi vida, detalles que pueblan mis recuerdos. Hoy algunos de ellos (no porque yo anhelara tenerlos) son míos.
Y, sin embargo, fue curioso notar lo inevitable: que las cosas de mi vieja han ido ocupando los espacios que eran de mi viejo. Sus pastillas de hoy (las de ella) ahí donde ayer estaban las reglas de cálculo (las de él) que me enseñó a usar un día. Y el cajón donde había toda clase de cables y motores inservibles ahora está lleno de papeles y documentos.
Encontré, sí, un pequeñísimo frasco vacío de la loción que usaba mi papá. Lo abrí con cuidado, apenas lo justo y lo cerré rápido, no fuera a ser que se escapara de un golpe aquel oloroso recuerdo.