Borrar y borrar

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Somos un país sin verdad más que sin memoria. La tesis se la leí a Santiago Rivas en un libro titulado Acaba Colombia y me quedó sonando. Creamos relatos nuevos que se ajusten a lo que nos gusta, que acallen nuestra conciencia, tal vez. Mejor así que el recordatorio permanente de nuestros horrores. Mejor los “hechos alternativos" que nos dejen dormir tranquilos.

Quizá por eso mismo, al amparo de la noche, a hurtadillas, muchachos en pantaloneta, acompañados por el Ejército, aplicaron con rodillos capas de pintura sobre el mural que decía —gritaba, mejor, porque era eso, un grito— Estado asesino. No es la primera vez que lo hacen.

Y quizá es también por eso, por esa necesidad de maquillar las verdades para que nadie se ofenda o para difuminarlas, hay quienes opinan que el nuevo mensaje (pintado a plena luz del día y que reza ¡El pueblo no se rinde, carajo!) es mejor que el anterior, como si no fuera evidente el palimpsesto y que debajo de las manos de pintura lo que resiste es el grito: “Nos están matando”.

Esa falta de verdad nace de esa triste costumbre de callar al contradictor. Y en este país ha sido fácil silenciar esas voces disonantes. Se les ignora, se les difama o se les dispara. El número creciente de líderes sociales y de firmantes de la paz asesinados da cuenta de ello, como antes lo hizo el genocidio de la UP, por dejar sobre la mesa solo dos sangrientos ejemplos de la verdad contenida en aquel mural borrado.

Así, en ese ir graduando de enemigo y eliminando a aquel que duda con razones de sobra del relato oficial, este país ha ido borrando parte de su verdad, como si plantar miles de flores en un cementerio desapareciera los cadáveres que hay bajo tierra.

*Las fotos que acompañan esta columna son del fotógrafo Róbinson Henao. Gracias a él por prestármelas. 
 

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