Atisbar

Se me dan mal las distancias. Me parece poco lo mucho y me asombro con lo mucho que puede resultar lo que pensé que era poco. Y si hablamos de años luz, pues ni lo entiendo. Y sin embargo, qué insignificante me parece que somos viendo esas imágenes del James Webb, orbitándonos a 1.5 millones de kilómetros, pero mirando hacia el infinito.
Además está eso de que esas imágenes no son del momento preciso de esas estrellas refulgentes, planetas o galaxias, sino el eco de su luz en el tiempo. Seguro estoy diciendo inexactitudes científicas, pero así lo entiendo: cada imagen que vemos es el recuerdo de lo que fue alguna vez, hace millones de años, ese pedazo del universo. Cada foto —y esto me parece absolutamente maravilloso— es un retrato del pasado.
Me acordé de mí aquel 9 de febrero de 1986, con la cabeza hacia atrás y la vista en las estrellas, cuando la contaminación lumínica era para las grandes ciudades, mintiendo sobre el cometa Halley: —seguro que sí, ahí está, véalo, véalo.
¿Cómo no asombrarnos si aquí, simples mortales, corremos a la ventana a capturar la Luna con la pobre cámara de un celular cada veintiocho días porque la volvemos a ver llena? Cada quien buscará en el firmamento lo que quiera: asombro o conspiración. No veo a Dios aquí arriba, dicen que dijo Gagarín cuando orbitó la Tierra. Pero pienso más en Carl Sagan: “Si estamos solos en el Universo, seguro que parece una terrible pérdida de espacio”.