Atesorar

Tengo un par de candelabros de cobre. Pesados. Me los dio mi papá el día que empaqué mis cosas para irme de la casa a vivir con Cata. Todavía no sé bien por qué, qué había en ellos que hicieron que él, atesorador de cachivaches, fuera por ellos y me los entregara, como quien lega una joya, por qué pensó que me harían falta.
Los recibí con sorpresa y creo que ambos, mi papá y yo, sabíamos que era un regalo extraño. Me fui con una maleta gigante y un par de cajas. Al desempacar en el nuevo hogar, ahí estaban los candelabros, desentonando con la decoración.
Les buscamos un puesto, no muy vistoso, en un viejo mueble de un computador reconvertido en biblioteca. Nos cambiamos de casa y los candelabros viajaron con nosotros y encontraron un nuevo puesto, en un estante, asomados detrás de un portarretratos. Cuando mi papá fue al apartamento nunca me preguntó por ellos. Con el tiempo los olvidé, pero en estos días, poniendo en orden un arrume de libros y cuadernos que amenazaban con sacar raíces, los encontré de nuevo. Los bajé de donde estaban, en un esquinero de la biblioteca, los pesé y miré durante un rato.
Ya sin mi papá, los candelabros han cobrado un sentido distinto, no por ellos mismos, sino por la incógnita sin solución, sin la respuesta al por qué. Los contemplé y devolví a su puesto, convertidos en recuerdo. Seguro les pasa a ustedes también (a todos, que con 7.300 millones de habitantes en el mundo, la exclusividad es solo un invento de las franquicias de tarjetas de crédito) que las cosas no son lo que son, sino el cómo las obtuvimos, cuándo fue que llegaron a nosotros y por qué camino. Al final, lo que atesoramos son historias.