Aquello que no pasó

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  • México 1970. Diecisiete de junio por la tarde, para ser precisos. Pelé va por un balón que le envió Tostao y le regala al mundo unos segundos de genialidad.

El silencio de los que aguantan la respiración, el grito contenido esperando lo que pasará, el segundo antes de la euforia y, entonces, nada. Y aún así, todo.

Es que hay que verlo una y otra vez para creerlo. De Jairzinho a Tostao, en la mitad de la cancha. Tostao corre un par de metros con la pelota, gira la cabeza y lo ve clarísimo, simple, sencillo, como es el fútbol de los cracs: la toca con la zurda, entre Matosas y Ubiña, que viene al cierre. 

Es un balón rápido, a la media luna. Pelé corre tras él y Ladislao Mazurkiewicz, el portero uruguayo, se lanza hacia O Rei. Ni Pelé toca la bola ni Mazurkiewicz a Pelé. Es una finta, un amague, una genialidad sin tocar la redonda, el principio de un gol. 

Los cincuenta mil espectadores del estadio Jalisco, en Guadalajara, saben lo que viene. Los televidentes, que por primera vez ven un mundial de fútbol a color, lo esperan ya, se preparan para lo obvio.

Los brasileños están listos para el festejo, los uruguayos aprietan todo lo que se aprieta en esas circunstancias, que el 3-1 en contra es ya suficiente para despedirse de aquel Mundial maravilloso.

Pelé cruza detrás de Mazurkiewicz, vencido en el suelo. Hay una camiseta celeste (que viste tal vez Montero Castillo) corriendo hacia el balón y Atilio Ancheta se mueve en diagonal hacia el área chica, para interponerse entre la pelota y la red. Pelé llega antes que la camiseta celeste y chuta. Ancheta se ha adelantado y su cuerpo cae presa de la velocidad, sin oportunidad de impedir lo inevitable. 

Y entonces llegan esos segundos que no son nada, tal vez dos, tal vez tres, de un balón en busca de la red, sin lograrlo. Fue un gol sin grito, fue una anotación que no sumó, y sin embargo es memorable, inolvidable. 

Recuerdo la jugada, la salida en falso del portero, el movimiento del genio, su gesto de incredulidad ante el yerro a punto de juntar las manos, arrugando el ceño, casi como un reclamo al dios de la redonda por apostar en su contra. 

Lo recuerdo porque mi viejo me lo mostró una y otra en unos videos de betamax que aún se conservan. Me parece verlo embelesado como si fuera la primera vez que veía la jugada, como si no se hubiera aprendido el momento de memoria, como si fuera el joven de 20 años lleno de asombro ante el Brasil del 70.

Aquel balón mereció entrar y ser gol. Hay quienes han editado el video para hacer que pase lo que aquella tarde de junio no ocurrió, pero la poesía del fútbol, su magia, está en que tenemos, para siempre, el gol que no fue.


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