Alarmar

alarmar

Supe alguna vez de la queja de los vecinos de un cajero electrónico a quienes, una noche sí y otra también, los despertaba la alarma que protegía esa alcancía moderna del dinero que, mientras está ahí adentro, aparenta no ser de nadie. 

Sin embargo, aquello que los desvelaba, pese a su demostrada sensibilidad —o a causa de ella—, no atraía a ninguna autoridad.

Nada tan inútil como las ruidosas advertencias. Se sabe desde Constantinopla, cuando hicieron sonar todas las campanas de Santa Sofía, pero dejaron entreabierta la Kerkaporta. 

Y lo sabe cualquiera que haya caminado por los parqueaderos de un centro comercial —laberínticos y solitarios en ocasiones— al ritmo del estridente concierto de alarmas disparadas aquí y allá, que no conmueve a ningún alma ni convoca a los dueños de los carros ni a los vigilantes ni a los curiosos. Tanto ruido para nada. 

Al final, se me antoja, todo es parte del mismo asunto: esta idea de vivir con miedo que nos han ido vendiendo y el sinfín de recetas innecesarias para conjurarlo, de las estampas de santos a las alarmas, de paso por las trancas, las alambradas, las llaves de seguridad, las cerraduras impenetrables… 

Te robarán, nos dijeron. O nos auguraron, mejor.  Y será inevitable. Y nada como el ruido para evitarlo, agregaron. Debe de haber pocos habitantes en esta ciudad que no hayan estado oyendo el incesante canto de una alarma que nadie detiene, que todos ignoran, pero que a todos molesta. Hagamos un trato, vecino, desactivala. 


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