Aburrirse

aburrirse

La mirada fija en el techo, contando las tablas que lo componen, perdiendo la cuenta cada dos por tres, sin nada más que hacer. Recuerdo días así, aburridores por donde se les mire. Ocurrían, sobre todo, en las vacaciones: demasiado tiempo libre para gastar, falta de ideas para hacerlo y temperaturas caniculares que paralizaban cualquier intento de movimiento.

A veces veo a mi sobrino cuando viene de paseo y recuerdo esa sensación cuando dice: “¡Qué lochita!”, y no sabe lo afortunado que es por tener ese lujo que no puede darse la gente preocupada, porque no tiene tiempo para ello. Así que lo dejo lidiar con el problema como mejor le parezca y hay un rastro de plastilina verde en el techo que deja claro que lo intenta. La aburrición es un privilegio.

Son complicados esos días en que siempre se está haciendo algo, cualquier cosa, así no sirva para nada. Al final de la jornada —que parece haber durado un instante—, agotadas las fuerzas, no se sabe bien si valió la pena tanta acción.

Pero no nos confundamos, no es lo mismo no querer hacer nada que estar aburrido. Hay en lo segundo algo de arte. “Hay que saber aburrirse, para que la vida no sea demasiado corta”, escribió Jules Renard. También es una especie de resistencia: ante la productividad y la eficiencia, aburrirse; contra un mundo en acción perpetua, aburrirse.

Sin embargo, hay algo que me gusta más en el aburrimiento: las tretas para vencerlo. Yo les busco parecidos a las personas con las que me encuentro —con actores, con caricaturas, con personajes de alguna película— o les invento historias. Cuando vemos dos personas juntas imaginamos un romance o un crimen, me dijo alguna vez el escritor Ricardo Silva. Otras veces, se me ocurren ideas para estas columnas.


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