Abandonar

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Me parecen increíbles quienes abandonan cosas. Que regalan sin dolor. Que botan (y votan, también) sin escrúpulos.

Como un tipo en Florencia (Caquetá) que dejó caer del bolsillo —o del cuaderno o del libro o vaya uno a saber dónde lo llevaba—, la cuenta de cobro de los servicios y 50.000 pesos para pagarla. Luis Alirio Jara es su nombre. Alguien encontró el dinero y el recibo e hizo lo que cualquier persona sensata hubiera hecho: pagó la cuenta de Luis Alirio. La historia la vi en Twitter, donde parece que estamos prestos para el apocalipsis, pero de vez en vez se encuentran gestos de humanidad.

Yo acumulo libros, porque una biblioteca personal es un proyecto siempre incompleto. Y recibos. Abro la billetera y está llena de ellos: el pago de un cono, un ajuste del mercado, la factura de una comida. Mi papá dejó, como parte de la herencia, media docena de celulares inservibles.

Y hay gente que sí es capaz, como Marcelo, el personaje de Memoria de derrotas, de Rafael Baena, que va abandonando lo que le queda a medida que pasan las páginas. O Benjamín Cubillos, que fue claro en su renuncia: “Mi alma se la dejo al diablo”.

Hay otros menos literarios, como un vecino que, siempre puntual, saca la basura el día después de que pasa el camión que la recoge. No la bota, sino que la deja ahí, a su suerte, en una esquina, bien acomodada. Una vez fue una maleta colorida; otra, una caja enorme; otro día, unos morrales de varios tamaños.

Me gustaría creer que es una especie de inconforme con la rutina impuesta por otros, un profesional del desapego. Pero en el fondo sé (y él también) que no hay nada de eso en su abandono.


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