Tala de árboles

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La imagen de un árbol caído es una de las representaciones más contundentes de la derrota, tanto si es vencido por un rayo o una tempestad, o si es atravesado por la plaga. Y la de un árbol talado es quizá una de las metáforas más demoledoras de la infamia.

Uno sabe, cómo no, que siempre hay respuestas cuando se pregunta por qué echaron abajo un árbol, especialmente en la ciudad.

Los encargados de decidir sobre la vida y la muerte de los árboles, es decir, los jardineros e ingenieros forestales de la municipalidad, explican, en unos casos, que las ramas de esos seres verdes estaban en riesgo de caerse al suelo y, por supuesto, no sería bueno que cayeran sobre un transeúnte y le rompiera la crisma. En otros, que estaban enfermos y, a pesar de los remedios, no pudieron curarlos; así, era preferible la eutanasia, no fuera que en su debilidad se convirtieran en juguete del viento o de la fuerza de la gravedad.

Pero esto, la existencia de respuestas —aunque sean ciertas—, no reconforta a nadie por encontrarse con los leños de los que fueran árboles vigorosos.

En los últimos dos meses —como en los anteriores—, los vecinos y caminantes de Camino Verde y de ese parque de El Portal situado frente a la Biblioteca Débora Arango, han quedado conmovidos al hallar urapanes y guayabos convertidos en montones de leña. Eran plantas que por años dieron sombra, limpiaron el aire, sostuvieron el firmamento y facilitaron la vida de gentes y animales; ahora solo dejan un vacío insondable.


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