La sopladora

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Siempre he pensado que entiendo los inventos. Su dinámica y filosofía. Sé que son objetos y técnicas creados por el ingenio humano con el propósito de mejorar la vida de la gente. La rueda, por ejemplo, milenaria e insuperable.

¿Quién no entiende que su mareador mecanismo, el de dar vueltas alrededor de un eje, posibilita mover máquinas y viajar de manera rápida y divertida? O, para mencionar un artefacto menos antiguo, el teléfono nos permite comunicarnos con otras personas, casi sin importar su distancia, como por arte de magia.

Pero cuando apareció la máquina sopladora de calles, esa que imita burdamente el trabajo del viento, me perdí. Un sujeto de la empresa de aseo pasa con una de ellas en las manos soplando papeles pequeños y hojas caídas de los árboles y, por supuesto, levantando una nube de polvo, de la que se protege con una mascarilla de agripado. Deja también atrás una huella de humo negro, puesto que este instrumento se acciona con gasolina. Detrás de él va la persona que de verdad hace la tarea, la de barrer la basura. Va a prudente distancia de su predecesor para no tragarse la polvareda y barre con una escoba —invento antiguo e imbatible que sirve hasta para volar, según los cuentos—, todo ese material que su compañero ha revuelto previamente.

Pensar que la antagónica aspiradora tiene una lógica tan clara: succionar polvo, hojas y papeles, y llevarlos hasta sus entrañas para que nadie respire el aire sucio.

Si al poner a alguien a soplar basura pretenden generar empleo, ¿por qué, simplemente, no le dan otra escoba?


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